13 de noviembre de 2015

El lápiz mágico



Guillermo, curioseaba por una feria de artículos usados. Observando los objetos, hubo uno que le llamó notablemente la atención. Era un lápiz, estaba intacto, como si nunca hubiese tenido uso. El vendedor al percibir su interés, le informó que era una pieza única, un lapicero que había pertenecido al atormentado poeta francés Jacques Rigaut. Venía acompañado de un manuscrito. Intrigado, lo compró. De camino a casa se detuvo en una cafetería, pidió un café y se dispuso a leer el manuscrito. Al abrirlo, una hoja se deslizó sobre la mesa. La cogió, y atraído por la misma comenzó a leerla. Decía lo siguiente:

Lo que a continuación paso a relatarles, ha sido uno de los episodios más espantosos de mi vida, consiguiendo ello destruirme y hacerme perder mis facultades mentales. Como diría Edgar Allan Poe, “no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño”.

Rondaba el año 1970. Yo era un novelista sin inspiración. Un escritor que había publicado una exitosa novela, la cual había recibido infinidad de premios, pero que nunca más había vuelto a escribir. Como por arte de magia, mi inspiración se había esfumado. Había intentado escribir, eso no lo voy a negar, pero todos mis intentos se convertían en fracasos y terminaban indefectiblemente en la papelera; hasta que un día adquirí en una vieja librería un lápiz que había pertenecido al poeta Jacques Rigaut. Convencido de que ese lápiz me ayudaría a conseguir la inspiración perdida, sin pensarlo dos veces, lo adquirí por cinco mil pesetas, un precio excesivo para aquella época, pero, ¡qué más daba si con ello conseguía volver a escribir! ¿Acaso volver a ser un escritor de éxito tenía precio?

Me encerré en mi estudio, encendí la chimenea y a la calidez del fuego, me dispuse a escribir. En cuanto el lápiz tocó uno de los folios, como llovida del cielo, la inspiración regresó a mí y comencé a redactar como nunca antes lo había hecho. Escribía compulsivamente hojas y hojas sin descanso, éstas se amontonaban en mi mesa. No podía parar, apenas dormía ni comía. Sólo escribía y escribía, sin saber muy bien qué plasmaba en el papel. Así pasaron los días, las semanas, los meses... Redactando sin cesar, pero el lápiz no se desgastaba nunca. Desde que lo había adquirido, nunca había tenido que afilarlo. Con el transcurrir del tiempo, mi aspecto era demudado, estaba pálido y había adelgazado enormemente. Mis ojos parecían incrustados en unas insondables cavidades oculares. Mis fuerzas me abandonaban. Aún así, no cesaba de escribir. Mis dedos sangraban, tenía llagas en las manos, pero no podía detenerme. Era como si una fuerza superior me obligara a seguir plasmando palabras en aquellas malditas hojas. Sólo había un culpable, y no era otro que ese maldito lápiz. Cuando fui consciente de que aquello iba a terminar con mi vida, arrojé el lápiz al fuego de la chimenea. Liberado, esa noche dormí plácidamente.

Al día siguiente, me dirigí al estudio. Lo que vi en el escritorio me dejó petrificado, allí estaba de nuevo el lápiz, intacto. ¡No podía creerme lo que estaba viendo! ¿Cómo podía ser? Colérico, afilé el lápiz por completo, recogí las virutas que había dejado, prendí la chimenea y las arrojé a las llamas. Ahora sí, ¡por fin me había liberado de él! Cómodamente me dispuse a leer mi manuscrito. Versaba sobre diferentes maneras de quitarse la vida. ¿Cómo era posible que hubiese escrito algo tan espantoso? Dejé las hojas sobre la mesa, y ... ¡de nuevo el lápiz se encontraba allí! Me iba a volver loco. Enajenado, lo arrojé por la ventana acompañado de un grito de desesperación, pero una ráfaga de viento lo devolvió al interior. Jamás podría liberarme de él. Resignado, investigué la vida de Jacques Rigaut. Al parecer, se vio en vida incapaz de llevar a cabo sus proyectos literarios. Estando en una clínica de desintoxicación, se vistió completamente, se tendió en la cama, se rodeó de almohadones para que el impacto no le hiciera perder la postura y se disparó en el corazón. En el bolsillo de la americana encontraron un lápiz sin estrenar. Me eché a reír sonoramente. Había perdido el poco juicio que me quedaba. Ese maldito lápiz buscaba nuevas víctimas para llevarles al suicido. Sumido en la locura, me vestí con mi mejor traje, me coloqué entre almohadones en el sofá y decidí terminar con aquella pesadilla”.

Cuando Guillermo terminó de leer la hoja, miró el lápiz, el pánico se percibía en su cara.