Guillermo, curioseaba por una feria de
artículos usados. Observando los objetos, hubo uno que le llamó notablemente la
atención. Era un lápiz, estaba intacto, como si nunca hubiese tenido uso. El
vendedor al percibir su interés, le informó que era una pieza única, un
lapicero que había pertenecido al atormentado poeta francés Jacques Rigaut. Venía
acompañado de un manuscrito. Intrigado, lo compró. De camino a casa se detuvo
en una cafetería, pidió un café y se dispuso a leer el manuscrito. Al abrirlo,
una hoja se deslizó sobre la mesa. La cogió, y atraído por la misma comenzó a
leerla. Decía lo siguiente:
“Lo que a continuación
paso a relatarles, ha sido uno de los episodios más espantosos de mi vida, consiguiendo
ello destruirme y hacerme perder mis facultades mentales. Como diría Edgar
Allan Poe, “no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño”.
Rondaba el año 1970. Yo era un novelista sin inspiración. Un escritor que
había publicado una exitosa novela, la cual había recibido infinidad de premios,
pero que nunca más había vuelto a escribir. Como por arte de magia, mi inspiración
se había esfumado. Había intentado escribir, eso no lo voy a negar, pero todos
mis intentos se convertían en fracasos y terminaban indefectiblemente en la
papelera; hasta que un día adquirí en una vieja librería un lápiz que había
pertenecido al poeta Jacques Rigaut. Convencido de que ese lápiz me ayudaría a
conseguir la inspiración perdida, sin pensarlo dos veces, lo adquirí por cinco
mil pesetas, un precio excesivo para aquella época, pero, ¡qué más daba si con
ello conseguía volver a escribir! ¿Acaso volver a ser un escritor de éxito
tenía precio?
Me encerré en mi estudio, encendí la chimenea y a la calidez del fuego, me
dispuse a escribir. En cuanto el lápiz tocó uno de los folios, como llovida del
cielo, la inspiración regresó a mí y comencé a redactar como nunca antes lo
había hecho. Escribía compulsivamente hojas y hojas sin descanso, éstas se amontonaban
en mi mesa. No podía parar, apenas dormía ni comía. Sólo escribía y escribía,
sin saber muy bien qué plasmaba en el papel. Así pasaron los días, las semanas,
los meses... Redactando sin cesar, pero el lápiz no se desgastaba nunca. Desde
que lo había adquirido, nunca había tenido que afilarlo. Con el transcurrir del
tiempo, mi aspecto era demudado, estaba pálido y había adelgazado enormemente.
Mis ojos parecían incrustados en unas insondables cavidades oculares. Mis
fuerzas me abandonaban. Aún así, no cesaba de escribir. Mis dedos sangraban,
tenía llagas en las manos, pero no podía detenerme. Era como si una fuerza
superior me obligara a seguir plasmando palabras en aquellas malditas hojas. Sólo
había un culpable, y no era otro que ese maldito lápiz. Cuando fui consciente
de que aquello iba a terminar con mi vida, arrojé el lápiz al fuego de la
chimenea. Liberado, esa noche dormí plácidamente.
Al día siguiente, me dirigí al estudio. Lo que vi en el escritorio me dejó petrificado,
allí estaba de nuevo el lápiz, intacto. ¡No podía creerme lo que estaba viendo!
¿Cómo podía ser? Colérico, afilé el lápiz por completo, recogí las virutas que
había dejado, prendí la chimenea y las arrojé a las llamas. Ahora sí, ¡por fin
me había liberado de él! Cómodamente me dispuse a leer mi manuscrito. Versaba
sobre diferentes maneras de quitarse la vida. ¿Cómo era posible que hubiese
escrito algo tan espantoso? Dejé las hojas sobre la mesa, y ... ¡de nuevo el lápiz
se encontraba allí! Me iba a volver loco. Enajenado, lo arrojé por la ventana
acompañado de un grito de desesperación, pero una ráfaga de viento lo devolvió
al interior. Jamás podría liberarme de él. Resignado, investigué la vida de
Jacques Rigaut. Al parecer, se vio en
vida incapaz de llevar a cabo sus proyectos literarios. Estando en una clínica
de desintoxicación, se vistió completamente, se tendió en la cama, se rodeó de
almohadones para que el impacto no le hiciera perder la postura y se disparó en
el corazón. En el bolsillo de la americana encontraron un lápiz sin estrenar. Me
eché a reír sonoramente. Había perdido el poco juicio que me quedaba. Ese
maldito lápiz buscaba nuevas víctimas para llevarles al suicido. Sumido en la
locura, me vestí con mi mejor traje, me coloqué entre almohadones en el sofá y
decidí terminar con aquella pesadilla”.