Debido
al fallecimiento de mi esposa, había solicitado un traslado en mi trabajo. Me
habían destinado a un pueblo remoto del rural gallego situado en la provincia
de Lugo. Beatriz había fallecido hacía unos meses en un accidente de tráfico, su
cuerpo había caído al río y nunca había aparecido su cuerpo.
El
trayecto hasta el pueblo se hizo más lento y pesado de lo que en un principio
había contado. Para llegar me había visto obligado a recorrer una agosta
carretera rodeada de un espeso bosque. Llovía con fuerza y una densa niebla lo
cubría todo. Apenas se divisaba nada. Cuando arribé a la aldea, ya había
anochecido. Una señal desvencijada y forrada de musgo me dio la bienvenida. El
pueblo apenas emitía señales de vida. Todas las casas estaban abandonadas y la
maleza campaba a sus anchas por doquier. Semejaba deshabitado. Una profunda bruma
inundada el lugar confiriéndole un aspecto espectral. Todo permanecía inactivo,
no se atisbaba movimiento alguno produciendo todo ello cierta sensación de
congoja. Comencé a percibir en mi interior una leve inquietud. Me vinieron a la
mente las palabras del escritor Andrés Trapiello: “La eternidad gallega, es negra y es profunda, metafísica, donde esperan
los muertos”. Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo.
Descendí
del coche y bajé la maleta. Después de inspeccionar la casa y cenar, me fui a
descansar. El viaje me había dejado exhausto. Cuando llevaba unas horas
durmiendo comencé a sentir una sensación como si alguien me observara. Me desperté.
A través de la ventana pude observar que la lluvia arreciaba con fuerza. Intenté
volver a dormirme. De pronto empezó a resonar el cristal de la ventana del dormitorio.
Era un ruido sordo, como si golpeasen con los nudillos. Al momento me convencí
que debería ser la lluvia impactando contra los mismos. El sonido se hizo cada
vez más fuerte hasta el punto que parecía que el vidrio se iba a romper en
añicos en cualquier momento. Me erguí sobresaltado. Me dirigí hacia la ventana,
y al instante ésta dejo de retumbar. “Qué
raro” pensé. Aquel inquietante estruendo había conseguido desvelarme. Cogí
un libro de la maleta, intentaría leer un rato. Apenas llevaba dos páginas
leídas cuando lo que comenzó a repiquetear fue una puerta. Al principio pensé
que sería el viento o la lluvia nuevamente. Agucé el oído. Aquel ruido no parecía estar ocasionado por el
temporal, más bien semejaba que
alguien intentaba abrir la puerta para acceder al interior. Empecé a sentir miedo.
“Qué demonios sucedía en aquella casa”.
En mi mente se amontonaban imágenes de películas de terror cuyas casas estaban
habitadas por fantasmas. Encendí la luz y descendí las escaleras que conducían
a la entrada. Miré por la mirilla, tan sólo se observaba oscuridad. De pronto
la manija comenzó a moverse lentamente emitiendo un turbador quejido metálico.
Ahora el pánico se había apoderado de mí. Me quedé petrificado. Se abrió la
puerta. Nadie apareció tras ella. Asomé la cabeza, la intensa lluvia me escupió
en la cara. Miré a todos lados, pero no aprecié nada. Presa del miedo cerré de
un sonoro portazo.
Me
dirigí de nuevo a la habitación. El temporal parecía hacerse notar cada vez
más. Las luces comenzaron a parpadear hasta que, cuando ya casi me encontraba
en la puerta del dormitorio, todas las luces se apagaron. La casa se quedó a
oscuras y yo allí en medio de aquella tenebrosidad. La lluvia seguía golpeando
contra las ventanas. Comencé a temblar. La sensación de desasosiego seguía
latente en mi cuerpo, mi respiración se hacía cada vez más fuerte. Entré en el
cuarto. Tanteé a ciegas por la pared de la estancia para dar con el interruptor
para comprobar si por casualidad se encendía la luz. Al llegar al interruptor emití
un alarido de terror. ¡En el interruptor había otra mano! ¡Había tocado la mano
de otra persona! “Quien está ahí, grité con espanto”. Solté puñetazos al aire
intentando atizar al intruso que había en la habitación. De pronto una mano se
posó sobre mi mejilla y comenzó a acariciarme la cara. Eran unas caricias que
transmitían un calor y una ternura que me resultaban familiares. De inmediato reconocí
su perfume. Era Beatriz, mi Beatriz. Me guió hasta la cama, me abrazó con
fuerza y me besó. Me quedé dormido abrazando su cuerpo al que tantas veces
había estrechado por las noches. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Por fin
había podido despedirme de ella. Para cuando me desperté, ya se había ido.