12 de enero de 2016

El último beso



Debido al fallecimiento de mi esposa, había solicitado un traslado en mi trabajo. Me habían destinado a un pueblo remoto del rural gallego situado en la provincia de Lugo. Beatriz había fallecido hacía unos meses en un accidente de tráfico, su cuerpo había caído al río y nunca había aparecido su cuerpo.

El trayecto hasta el pueblo se hizo más lento y pesado de lo que en un principio había contado. Para llegar me había visto obligado a recorrer una agosta carretera rodeada de un espeso bosque. Llovía con fuerza y una densa niebla lo cubría todo. Apenas se divisaba nada. Cuando arribé a la aldea, ya había anochecido. Una señal desvencijada y forrada de musgo me dio la bienvenida. El pueblo apenas emitía señales de vida. Todas las casas estaban abandonadas y la maleza campaba a sus anchas por doquier. Semejaba deshabitado. Una profunda bruma inundada el lugar confiriéndole un aspecto espectral. Todo permanecía inactivo, no se atisbaba movimiento alguno produciendo todo ello cierta sensación de congoja. Comencé a percibir en mi interior una leve inquietud. Me vinieron a la mente las palabras del escritor Andrés Trapiello: “La eternidad gallega, es negra y es profunda, metafísica, donde esperan los muertos”. Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo.

Descendí del coche y bajé la maleta. Después de inspeccionar la casa y cenar, me fui a descansar. El viaje me había dejado exhausto. Cuando llevaba unas horas durmiendo comencé a sentir una sensación como si alguien me observara. Me desperté. A través de la ventana pude observar que la lluvia arreciaba con fuerza. Intenté volver a dormirme. De pronto empezó a resonar el cristal de la ventana del dormitorio. Era un ruido sordo, como si golpeasen con los nudillos. Al momento me convencí que debería ser la lluvia impactando contra los mismos. El sonido se hizo cada vez más fuerte hasta el punto que parecía que el vidrio se iba a romper en añicos en cualquier momento. Me erguí sobresaltado. Me dirigí hacia la ventana, y al instante ésta dejo de retumbar. “Qué raro” pensé. Aquel inquietante estruendo había conseguido desvelarme. Cogí un libro de la maleta, intentaría leer un rato. Apenas llevaba dos páginas leídas cuando lo que comenzó a repiquetear fue una puerta. Al principio pensé que sería el viento o la lluvia nuevamente. Agucé el oído. Aquel  ruido no parecía estar ocasionado por el temporal,  más bien semejaba que alguien intentaba abrir la puerta para acceder al interior. Empecé a sentir miedo. “Qué demonios sucedía en aquella casa”. En mi mente se amontonaban imágenes de películas de terror cuyas casas estaban habitadas por fantasmas. Encendí la luz y descendí las escaleras que conducían a la entrada. Miré por la mirilla, tan sólo se observaba oscuridad. De pronto la manija comenzó a moverse lentamente emitiendo un turbador quejido metálico. Ahora el pánico se había apoderado de mí. Me quedé petrificado. Se abrió la puerta. Nadie apareció tras ella. Asomé la cabeza, la intensa lluvia me escupió en la cara. Miré a todos lados, pero no aprecié nada. Presa del miedo cerré de un sonoro portazo.  

Me dirigí de nuevo a la habitación. El temporal parecía hacerse notar cada vez más. Las luces comenzaron a parpadear hasta que, cuando ya casi me encontraba en la puerta del dormitorio, todas las luces se apagaron. La casa se quedó a oscuras y yo allí en medio de aquella tenebrosidad. La lluvia seguía golpeando contra las ventanas. Comencé a temblar. La sensación de desasosiego seguía latente en mi cuerpo, mi respiración se hacía cada vez más fuerte. Entré en el cuarto. Tanteé a ciegas por la pared de la estancia para dar con el interruptor para comprobar si por casualidad se encendía la luz. Al llegar al interruptor emití un alarido de terror. ¡En el interruptor había otra mano! ¡Había tocado la mano de otra persona! “Quien está ahí, grité con espanto”. Solté puñetazos al aire intentando atizar al intruso que había en la habitación. De pronto una mano se posó sobre mi mejilla y comenzó a acariciarme la cara. Eran unas caricias que transmitían un calor y una ternura que me resultaban familiares. De inmediato reconocí su perfume. Era Beatriz, mi Beatriz. Me guió hasta la cama, me abrazó con fuerza y me besó. Me quedé dormido abrazando su cuerpo al que tantas veces había estrechado por las noches. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Por fin había podido despedirme de ella. Para cuando me desperté, ya se había ido.