9 de octubre de 2015

Reencuentro



Habían transcurrido varios días desde aquella relevante noche de agosto. Su cabello pardo, sus ojos almendrados y su delicioso cuerpo acudían inconscientemente a mi memoria sacudiendo mi mente como un torbellino de evocadores recuerdos. Los días transcurrían lentos y graduales con un avance cansino y fatigoso como la caminata de un anciano en un día soleado. Revoloteaba en mi mente una y otra vez la incertidumbre de si algún día nos volveríamos a encontrar. Anhelaba volver a verla de nuevo, vislumbrar otra vez su entrañable sonrisa, volver a escuchar nuevamente aquella voz alegre y vivaracha.

 Los últimos días de agosto daban paso, perezosos, a los primeros días de septiembre. En aquel mes estival, había decidido dedicar una mayor atención y  esmero a mi imagen personal. Así, me dispuse dedicar todas las tardes un instante para la realización de footing corriendo por la Alameda compostelana. Sin duda, ella y su recuerdo me habían sacudido la pereza definitivamente y me había motivado más que nunca para salir a correr todas las tardes.  Vuelta tras vuelta a la arboleda plagada de robles, álamos y demás especies arbóreas, en mis pensamientos se arremolinaba su imagen, su risa, esa calidez que la hacía tan deseable. Trotaba afanosamente. Mientras, los árboles ocultos tras su frondosidad verdosa, me observaban reservados y silenciosos.

Debido a mi profesión, en esa temporada yo me encontraba tramitándole un asunto legal a una prima mía. La pobre trabajaba como dependienta en una tienda. Ésta entró en concurso de acreedores, dejando a mi prima con cuatro meses sin percibir su remuneración mensual. Ante esta situación me encargó que me personara en el concurso de acreedores a los efectos de comunicar los créditos a la empresa concursada y así poder cobrar la deuda que esta mantenía con ella en su momento.

Continuaba el transcurrir de las jornadas con una calma plomiza. En mi mente no existía otro pensamiento que no fuera el de ella. En mis momentos en los que salía a realizar ejercicio, ahí permanecía en mi memoria, incesante y persistentemente con los árboles como testigos. El avance de los días se sucedía y se presentó el día ocho de septiembre de dos mil trece.

En esa fecha se celebraba la fiesta de Nuestra Señora de los Milagros en mi parroquia. Ese día, había acordado tomar con mi prima un refrigerio por la tarde, a los efectos de intentar solventarle unas dudas que le asaltaban, así como transmitirle unas dosis de tranquilidad ante la situación de nerviosismo e incertidumbre en la que se encontraba viviendo. Tras comer con la familia, concertamos nuestra cita a las siete de la tarde en una plácida y apacible cafetería del pueblo.

Puntual a mi cita, a las siete de la tarde me adentré en la cafetería. Observé a mi prima, se encontraba sentada en una mesa cercana a la puerta. Le acompañaba su novio. Otra persona más se encontraba acompañándoles en la mesa. Apenas pude distinguir quién era, la claridad que se filtraba por la ventana velaba su rostro haciéndolo imperceptible a mis ojos. Al acercarme para saludarles, pude apreciar de nuevo aquellas facciones perfectas y simétricas, aquel cabello pardo y esos ojos almendrados con motas verdosas por los que tanto suspiraba y tanto había anhelado volver a contemplar. Sentada en la mesa con mi prima y su novio se encontraba la mujer más fascinante que había visto nunca. Era ella.

Debido a la sensación de estupor, sorpresa y estupefacción, que sentí en ese momento, mi memoria no es capaz de recordar si tan sólo la saludé con un hola o si le di dos besos a modo de saludo. Lo único que tengo claro es la cara de idiota con la que la observaba admirado. Me senté a la mesa en una de las sillas desocupadas que la rodeaba. Una agradable brisa se filtraba por el ventanal abierto, confiriendo una sensación de frescura en aquel cálido día de septiembre. Al momento acudió el camarero a tomar nota de mi pedido. ¿Qué va a ser? – Me preguntó. Apenas pude articular palabra alguna. Una amalgama de sentimientos se concentraba en mi interior. Nervios, asombro, sorpresa, júbilo y euforia, convergían desembocando todo ello en una estupefacción tal que apenas era capaz de mantener la compostura. Allí se encontraba ella, frente a mí. Sin duda, el destino me había echado un cable, y yo estaba dispuesto a tomarlo y asirlo con todas mis fuerzas.

Tras indicarle al camarero mi pedido, me dispuse a solventarle las dudas a mi prima. Mientras, ella departía con el novio de mi prima. Apenas atendía a lo que mi familiar me comentaba, mi atención y toda mi concentración se centraba en ella. Mis ojos estaban posados en su imagen. Un rostro tan bello, hermoso y delicado que invitaba a mirarla una y otra vez.  Contemplaba como sonreía, como gesticulaba coqueta al hablar, lo observaba todo sin perder detalle. Cuando terminé de dialogar con mi prima, los cuatro nos centramos en una amena conversación. Yo la miraba furtivamente. Cuando nuestras miradas coincidían notaba como mis mejillas ardían azorado, y apenas era capaz de sostenerle la mirada cuan adolescente con granos en la cara.

Así transcurrieron las horas y el atardecer dio paso a la noche. Pasaban ya de las diez de la noche, era domingo, al día siguiente tocaba ir a trabajar y se estaba haciendo ya tarde. Nos erguimos de la mesa en la que nos encontrábamos sentados y nos dispusimos a hacer efectivas nuestras consumiciones. El cable que me había echado el destino no estaba dispuesto a soltarlo, y ante la posibilidad de que el destino se negara a mover de nuevo sus hilos, decidí actuar.

En aproximadamente veinte días, el día veintiocho había organizado una cena con motivo de la celebración de mi trigésimo cuarto cumpleaños. A ella había invitado a mis primos. Aprovechando la coyuntura, me dirigí a ella y, con voz firme y decidida la invité a la meritada cena. Pude percibir su cara de asombro ante tan improvisada e inesperada invitación. Se tomó unos segundos en contestar que para mí fueron eternos. Finalmente aceptó mi invitación respondiendo sonrientemente con un sonoro y escueto: - Vale.

Nos despedimos. Ahora la incerteza y mi preocupación ya no se centraba en si la volvería a ver algún día, sino si acudiría finalmente a mi cena de cumpleaños, pudiendo verla de nuevo. Aquella contestación, aquella concisa y directa respuesta me llenaba de optimismo, sin duda dejaba la puerta abierta para ello. No tenía alternativa. Tendría que aguardar pacientemente para saber que acontecería finalmente.

6 de octubre de 2015

El Urco



Todavía recuerdo la primera vez que la conocí. Había sido contratado por el Hospital Psiquiátrico del Valle Oscuro, enclavado en una aislada aldea de la provincia de Pontevedra, para la atención única y exclusivamente de Rosa, que había ingresado en el centro hacía alrededor de un año, y desde ese día no había pronunciado ni una sola palabra. Mi cometido consistía en ayudarla a sobreponerse de los síntomas que le afligían y liberarle de los bloqueos y asuntos inconclusos que disminuían su autorrealización y crecimiento.

Estaba alojada en una celda de acolchadas paredes que por todo mobiliario contaba con una cama. La vi sentada en el suelo. No tendría más de treinta años. En sus ojos me pareció percibir una mirada de auxilio. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, y cada cierto tiempo giraba su cuerpo aterrada mirando a su espalda creyendo notar una presencia extraña.

Tras seis meses, la terapia estaba dando sus frutos. Rosa debía aprender a hacerse más consciente de lo que sentía y hacía. De este modo, fue desarrollando su habilidad para experimentar el aquí y ahora sin interferencias del pasado. Cada mañana me dirigía a su celda y la trasladaba al jardín, me sentaba a su lado e intentaba charlar con ella. Cierto día tuve que ausentarme al estar convaleciente de una gripe. Al día siguiente, como de costumbre, la llevé al jardín. Me senté a su lado y comencé a ojear un libro. De repente, ella se dirigió a mí y me dijo: - Ayer no has venido. – Me quedé atónito. Desde aquel momento los encuentros con Rosa contaron con conversaciones cada vez más largas y fluidas. Un día al sentarnos ambos en el jardín, Rosa me entregó un sobre. 

Extrañado lo abrí con curiosidad. Tenía el membrete del Hospital. En su interior había unos folios escritos a mano. Comencé a leer. Era una carta escrita por Rosa. En ella relataba creer haber despertado al Urco. Narraba que un día haciendo senderismo se adentró en una cueva situada en un acantilado de la Costa de la Vela. Al entrar un hedor a podredumbre inundó el ambiente. Siguió caminando y llegó a lo que parecía un pozo. Tiró una piedra al hueco esperando que ésta llegara al final para indicarle de forma aproximada la profundidad del mismo. Aguardó. No escuchó nada. Se asomó a la cavidad y lo que observó fueron unos brillantes ojos en la oscuridad. Desde ese momento había percibido una presencia misteriosa que la acompañaba constantemente, y esa fetidez. Siempre ese olor nauseabundo. Desde que había llegado al Hospital ya no la sentía.

Me quedé desconcertado, había oído hablar del Urco, pero pensaba que eran cuentos para asustar a los niños. La mitología contaba que era un monstruo con forma de perro negro, terrorífico, con cuernos y orejas enormes que arrastraba grandes cadenas. Salía del océano aullando furiosamente por la noche. Allá donde iba traía la desgracia, portador de malos presagios, muerte y enfermedades repentinas y extrañas.

Intrigado por el relato, al día siguiente decidí acudir a la Costa de la Vela para confirmar el origen de su delirio.  Salí del Hospital, siempre envuelto por una densa bruma. En apenas una hora llegué a los acantilados. Estacioné el vehículo, introduje una linterna y la carta de Rosa en el bolsillo del abrigo y me dispuse a encontrar la cueva. Llovía profusamente. Una espesa niebla cubría la costa otorgándole un aspecto espectral. Trascurrieron horas hasta que di con el acceso a la gruta. Accedí a su interior. Un hedor a putrefacción me llegó hasta las entrañas. Me adentré más. A cada paso que daba el olor era más penetrante. Encendí la linterna. Di unos pasos más y llegué a lo que parecía el pozo que Rosa había descrito. Parecía muy hondo. Con la linterna intenté comprobar su profundidad. Enfoqué la cavidad. Dos enormes ojos incandescentes me observaron desde el abismo. Aterrado, huí del lugar. Al hacerlo, sin percatarme, la carta que llevaba en el bolsillo del abrigo se perdió en la negrura del terrorífico e insondable pozo.

Corrí todo lo deprisa que daban mis piernas, me subí al coche y fui directo al hospital. Entré corriendo. En la distancia escuchaba los gritos ahogados de los pacientes. Me dirigí a la celda de Rosa y abrí la puerta. Volví a percibir ese hedor a descomposición. Rosa ya no estaba. Sobre la cama reposaba un sobre con el membrete del Hospital. Lo abrí. El sobre estaba vacío.