7 de marzo de 2016

El hallazgo


José Lamela era un hombre solitario. Tenía sesenta y ocho años, pero debido a su aspecto descuidado y poco aseado aparentaba una edad mayor. A pesar de todo, debido a su carácter afable y amistoso, los vecinos le tenían en gran estima. Como cada día, a primera hora de la mañana, se dirigía a casa de doña Consuelo donde realizaba labores de jardinero. Desde que se había jubilado, las labores de jardinero constituían su única fuente de ingresos aparte de su escasa pensión.

Doña Consuelo poseía una vivienda de planta baja enclavada en medio de una enorme finca. La finca estaba poblada de las más variadas clases de árboles y arbustos así como de numerosos géneros diferentes de plantas. Todo ello, necesitaba de cuidado y atención. Mientras vivía su marido, era éste el que se encargaba de las labores de floricultura, pero desde su fallecimiento, el cuidado del jardín se había abandonado. Por ello, había decidido contar con los servicios de José.

Aquel era un día soleado de lunes. Las tareas de jardinería le otorgaban a José un momento de paz y tranquilidad. A la vez, le proporcionaba el ejercicio físico necesario para desoxidar sus huesos ya fatigados y castigados por los años. Pasaba ya del mediodía cuando terminó su tarea. Guardó los aperos y se encaminó hacia su casa. Apenas había caminado unos metros cuando pasó por delante de una nave en la que solían trabajar unos jóvenes del pueblo. Era habitual verlos allí todas las tardes entregados a sus labores de mecánica, reparando un viejo coche con el que solían participar en carreras de rally que se organizaban en las comarcas limítrofes.

El recinto medía unos treinta metros de largo por cinco de ancho. La puerta de entrada la conformaba un enorme portal de corredera. Le llamó la atención que  estuviese entreabierto. Como era habitual que los muchachos se encontraran por la tarde en el lugar, ver el portón sin cerrar a aquella hora de la mañana le llamó seriamente la atención. Ante tal circunstancia, decidió acercarse a echar un vistazo.

Para llegar a la entrada había que recorrer una pequeña pendiente. Una vez caminado el repecho, José se detuvo a tomar aliento y masajear sus doloridos músculos. Se situó delante de la puerta y agarrando el asa de ésta, la desplazó hacia su derecha de forma que le permitiera el hueco necesario para poder acceder al interior. Estaba a oscuras, apenas se veía nada. Un fuerte hedor le impregnó. Era una pestilencia como a podredumbre, putrefacción  o descomposición. Con la mano derecha buscó en la pared un interruptor con el que poder accionar la luz. Después de palpar a tientas logró encontrarlo. Tres barras luminosas parpadearon repetidas veces hasta que lograron encenderse por completo dotando de visibilidad a lo que antes era un tenebroso taller.

-¡Hola! ¿Hay alguien? –preguntó.

Su voz resonó en el interior sin que nadie respondiese a su pregunta. Realizó un repaso visual al lugar. En el centro de la nave se encontraba un viejo Seat Panda pintado de un llamativo color amarillo. Como ornamentación constaba de numerosos adhesivos de establecimientos comerciales que se le hacían vagamente familiares. Las paredes estaban pintadas de blanco. De las mismas pendían unos paneles metálicos de los que colgaban de forma alineada numerosas y diversas herramientas. Justo debajo de los paneles, dos bidones azules permanecían inmóviles, vigilantes. Contenían restos de aceite usado. Le sorprendió lo bien que estaba colocado todo. Al fondo del taller, a mano derecha, había un pequeño cubículo cerrado. Se trataba de un reducido set metálico de forma cuadrangular que se destinaba como oficina. Constaba de un amplio ventanal. Unas persianas de papel impedían ver el interior. Sin  más dilación se dirigió hasta allí. A medida que avanzaba por el taller, el hedor se hacía más persistente e inaguantable. Intentó abrir la puerta. Algo impedía que ésta se desplazara hacia adentro. Algún objeto pesado. Vaciló un instante y empujó con más fuerza de forma decidida. La puerta cedió y se abrió completamente. Lo que observó le dejó aterrado. En el interior de la oficina se encontraba el cuerpo inerte de un hombre tendido sobre un enorme charco de sangre. El fiambre, vestido con un elegante traje azul marino se encontraba con la cabeza totalmente irreconocible, así mismo, reposaba a su lado, en el suelo, lo que parecía ser una lengua. José salió despavorido del lugar sin mirar atrás.