21 de noviembre de 2013

Derecho mejorable



La semana anterior, como sabrá el lector se hizo pública la sentencia del Prestige. No voy a entrar a valorar el putrefacto, corrompido y hediondo sistema judicial, ni la concatenación uniforme de sentencias politizadas tiznadas de corruptela, sino que como jurista daré mi particular opinión sobre la Resolución en cuestión. 

Así, tras un análisis reposado, dejando a un lado consideraciones o supeditaciones emotivas, debemos preguntarnos si a día de la fecha, ¿los tribunales están para hacer justicia y aplican correctamente la ley? ¿Se ha aplicado bien la ley en esta Resolución?

Por lo que a ello respecta, y tras una lectura detenida de la sentencia, considero que la misma se ajusta a derecho. Me explico, a mi modesto parecer, la Audiencia Provincial de A Coruña ha aplicado la ley de una manera correcta, que puede resultar discutible, y dar lugar a múltiples interpretaciones, como casi todo en el campo jurídico, pero a mi juicio en modo alguno consagra la impunidad de los contaminantes como todo el mundo considera de forma indignada. 

La sentencia en cuestión viene a decir que los hechos enjuiciados no constituyen delito, a excepción de Mangouras. Debemos de tener en cuenta que en el transcurso de un procedimiento penal como el que nos ocupa, un principio que debe imperar siempre y en todo momento es el principio de la presunción de inocencia, es por ello, por lo que tras el dilatado periodo de prueba, el tribunal concluyó que no había logrado formarse una convicción suficiente para destruir esa presunción, motivo por el cual absuelve a las partes encausadas. Los que deben pagar son el dueño del buque y el FIDAC, no los acusados.

También viene a decir que como no ha habido delito, no puede haber responsabilidad civil dimanante del delito. Llegados a este punto, no debemos confundir la responsabilidad penal con la responsabilidad civil. Lo anteriormente comentado no quiere decir que no hayan surgido responsabilidades civiles, o que los daños causados hayan de quedar sin reparación y para ello habrá de recurrirse al procedimiento adecuado, que no es el penal, sino el civil. 

En este sentido, el derecho aplicable es meridianamente claro: existe una responsabilidad objetiva y limitada, que opera en varios niveles, así, en un primer nivel, resultaría responsable el propietario del buque Prestige, hasta una cuantía de aproximadamente 25 millones de euros. Como evidentemente esa cifra no cubre ni remotamente el importe de los daños producidos, opera un segundo nivel, hasta cubrir el importe total de unos 180 millones de euros, que, en su caso, abonaría el FIDAC (el fondo internacional de indemnización de daños debidos a la contaminación por hidrocarburos). Los daños que superasen esa cifra serían los que quedarían sin reparación. 

Obviamente, al ciudadano de a pie este régimen les puede parecer insuficiente o inadecuado, pero es el que está regulado y vulgarmente debemos resignarnos y decir “esto es lo que hay”. Como a todos lo que tenemos ojos en la cara, lógicamente, las cifras de reparación previstas en esos convenios no son apropiadas para un siniestro de la magnitud del Prestige, es por ello por lo que como consecuencia inmediata del siniestro se constituyó un segundo fondo que opera como tercer nivel de responsabilidad, hasta una cifra aproximada de 900 millones de euros. 
Lo que debe destacarse es que esta responsabilidad, es objetiva, es decir, existe, haya o no negligencia de alguna parte. Por tanto, rige en este sentido el principio de quien contamina paga. Otra cosa es que quien debe pagar es aquel designado por la ley, en este caso, el propietario del buque y el FIDAC, y no aquellos los demandados penalmente.

Y es que, como suele ser costumbre en nuestra sociedad, intentamos resolver los conflictos con reproches jurídico-morales e imposición de penas. Detrás de un daño que merece ser indemnizado no siempre hay un proceder delictivo, por mucho que nos empeñemos en buscar responsabilidades penales en cada accidente de relevancia mediáticaObviamente cuando concurre un comportamiento penal ha de entrar en funcionamiento la jurisdicción criminal, pero mientras que en la vía civil quien contamina paga, sin entrar en ninguna otra consideración, en atención solo a un daño objetivo, en la vía criminal solo existe reparación en el caso de que quede demostrada la perpetración de un delito.

Y eso es lo que la sentencia ha resuelto: que ni el jefe de máquinas, ni el director general de la Marina Mercante cometieron ni delito de daños ni contra el medio ambiente. El caso del capitán es diferente. A él se le condena no por contaminación, sino por desobediencia a las autoridades marítimas españolas. Por consiguiente, concluyo que la sentencia a mi modo de entender no es el despropósito que se está vertiendo en todos los medios, eso sí, quien considere que cabe hacer otra interpretación del derecho sigue teniendo abierta la vía de su defensa, mediante recurso. En otro plano, también debo decir que el Derecho aplicable es mejorable.

16 de noviembre de 2013

Aquella noche mágica




¿Cómo poder olvidarme de aquella visión? La había visto por vez primera, en un bar de la zona, una noche en la que estaba en compañía de unos amigos. Comenzábamos a celebrar la entrada en el año 2010 y allí estaba ella. Percibí o tal vez fue mi imaginación cómo una invisible aura luminiscente la envolvía. Era la criatura más bella que había visto. Años pasaron sin que el azar, duende y juguetón sus hilos moviera, así, una noche de verano, de nuevo aquella inolvidable, imborrable e indeleble visión nuevamente se hizo realidad ante mí.

Ascendía por el campo de la fiesta, y distinguí su figura emerger lentamente sobre la polvareda. Iba ataviada con unos vaqueros ceñidos y una camiseta de color claro. Enfilaba aquel trecho que nos separaba aproximándome pausadamente hacia ella. El trasluz de las luces que emitía el escenario, donde una orquesta actuaba aquella noche, permitía adivinar la silueta de su cuerpo a través del algodón. Su cabello de color pardo ondeaba velando su rostro. A medida que me acercaba notaba como mis palpitaciones se volvían más fuertes y veloces. Luego de aquel recorrido ascendente que parecía no tener fin, llegue a su altura. Permanecí allí inmóvil, contemplándola como un imbécil a medio ataque de parálisis. Mis ojos intuyeron el contorno de unas piernas esbeltas y estilizadas. Mi mirada ascendió por su cuerpo que parecía escapado de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en sus ojos, de un castaño tan profundo que uno podría caerse dentro. Estaban posados en mí con una mirada risueña y jubilosa. Sonreí y ofrecí mi mejor cara de idiota.

- ¡Hola! Ya que no nos presentan, yo soy Miguel –dije a la muchacha en un tono acorde a la fuerza de su mirada.
- Yo soy Ana – Me respondió alegremente.

Sus ojos me contemplaban con una calma tan pasmosa que apenas tardé un par de segundos en darme cuenta de que, por lo que a mí respectaba, aquélla era el ser más deslumbrante que había visto en mi vida o esperaba ver.

Hablamos durante largo rato. Había perdido la noción del tiempo sumergido entre palabras, risotadas y confidencias mutuas. En un momento de nuestra resuelta y animosa conversación la miré firmemente a sus grandes y almendrados ojos, ella sostuvo mi mirada durante unos segundos antes de pestañear, me sonrió dulcemente mientras llevaba su bebida a sus labios y por un instante, me pareció percibir entre ambos una corriente de afecto que iba más allá de palabras y gestos. Un vínculo de silencio y miradas que nos unían entre las sombras y polvo de aquella fiesta. Una fusión que nos trasladaba a otro mundo, otro mundo en el que solamente nos encontrábamos ella y yo.

Terminó la fiesta y me ofrecí a acompañarla hasta su coche, que casualmente se encontraba cerca del lugar dónde yo había estacionado el mío. Caminamos lentamente calle abajo. Las luces de las farolas de aquella noche veraniega teñían de cobre los árboles. Al llegar a su vehículo, nos miramos en silencio. Me despedí cortésmente comunicándole el gran placer que había sido para mí conocerla y charlar con ella aquella noche, le di dos besos en sendas mejillas. Pude sentir su pulso bajo su piel aterciopelada.
- Igualmente –me dijo.

Entré en mi coche, sintiendo el efecto aquella mágica noche, deseoso de que en un futuro nuestros caminos volvieran a encontrarse…

Pequeñas cosas



Se trataba de aquel tipo que encarnan las historietas de miedo, con forma perfectamente humana y alma de esclavo perdido en las galeras de algún barco que viaja, sin remedio, hacia el desastre. Su vida era el trabajo. Era de esas personas incapaces de tener un momento de ocio, de deleitarse con las pequeñas cosas. Disfrutar de la lectura de un buen libro, de sentarse en el porche observando el transcurrir de las tardes veraniegas, observar por la ventana cómo las gruesas gotas de lluvia, pesadas como plomo, golpean de manera incesante los cristales en las tardes de temporal. Estas cosas eran incomprensibles e insignificantes para él. El trabajo era su vida, es más, más que su vida, se trataba de una obsesión. Apenas había disfrutado de su matrimonio, de sus hijos, de su hogar.

Con el transcurso de los años uno va perdiendo su vigorosidad, las personas se hacen mayores, los hijos crecen y se independizan. Parafraseando a Serrat: Nada ni nadie puede impedir que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que crezcan y que un día, nos digan adiós.

Cambió vida por trabajo, sueños por experiencia. Ahora que el tiempo le empuja, nota como los excesos de años pasados le piden cuentas, se da cuenta de sus errores, de los años malgastados, desaprovechados, desperdiciados… perdidos. Es cuanto realmente se detiene a valorar aquellas pequeñas cosas que anteriormente no tenían importancia, pero que ahora adquieren relevancia notoria. Él lo sabe, lo reconoce, las personas de su entorno, también lo perciben, también lo notan. Todavía no es tarde.

Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón. Como un ladrón te acechan detrás de la puerta. Te tienen tan a su merced como hojas muertas, que el viento arrastra allá o aquí, que te sonríen tristes y, nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve.


Observar

Hace algún tiempo vengo percibiendo alteraciones considerables, notorios, importantes en mi interior. De un tiempo a esta parte, a mi parecer, el cambio es que he aprendido a observar, a mirar las cosas desde otra óptica diferente, desde otra perspectiva. Me refiero simple y llanamente a observar sin más, sin ningún propósito, sin ninguna otra idea en mi mente. Mirar el mundo, la gente tal cual es. Quizás resulte pomposo, pretencioso o engolado, pero cuando la vista comienza su verdadera tarea, todo es más sencillo y real, y junto a esa realidad se encuentra la belleza. No es esa belleza aprendida en el sentido de bienestar, de armonía en los espacios; la belleza a la que me refiero es una amalgama entre lo que está presente, lo que proyecta y la huella que deja. En la práctica sería algo así como asomarte a una ventana, mirar el curso diario, intuir algún objeto y seguir su rastro. La belleza, tal vez, no sólo es aceptar que esto es lo que hay.

Este punto de arrivada no es un sentimiento aislado sin contexto. Todo es resultado de que todavía no he escuchado las palabras adecuadas que me ayuden a clarificar mi mundo. A lo largo de mi caminar he estado buscando donde depositar mis ansias a fin de que algunas se vieran satisfechas, constantemente he errado y he vuelto al mismo lugar de origen con las manos raídas y vacías. Viejos amigos de la infancia que por circunstancias de la vida ya no están todo lo que uno necesita o prefiere y los que quedan sólo existen porque el azar o el destino los ha sabido situar cerca de mí, a mi lado, sin más propósito que el de permanecer y hacer que mis ojos se despierten.

He aprendido a no a cuestionar cada palabra, a mirar más allá de las pupilas. He aprendido únicamente a observar. Y en esa observación, cada hecho se contradice una y mil veces porque la sílaba no parte de la razón sino de la costumbre. La costumbre del contradicho perpetuo. Lo que antes era fácil, ahora es difícil y viceversa. La conversación sola no basta. Huyo de lo que acontece forzosamente, de las palabras para completar tiempos, de los momentos de relleno y de las almas vacías.

Lágrimas silenciosas



Se encontraba de pie. Apoyaba su cabeza en el alfeizar de la ventana. La ventana estaba abierta de par en par. Era una noche cálida de verano. La humedad vaporosa de la noche de agosto le escupía en la cara. Apenas podía divisar nada, tan solo aquella oscuridad luminosa bendecida por la claridad que desprendía la luna. La tristeza se reflejaba en su rostro, víctima de añoranzas de tiempos pretéritos, donde la rutina y hastío se habían apoderado de su vida. Tiempos en los cuales sentía cómo su vida de dirigía sin remedio hacia un abismo al que nadie podía acudir en su ayuda.

A su mente regresaban las advertencias de su madre, que en tantas ocasiones le había servido de guía en su corta vida plagada de inseguridades: “Niña, ese hombre no te compensa”, pero ya se sabe, cuando una es joven y le despiertan los dormidos escondidos debajo de la falda del vestido, una confunde el ajetreo cotidiano del vaivén masculino jadeando en la parte lateral del oído, con algo que nada tiene que ver, y que de manera irremediable se confunde con otra cosa, con el amor.

Se acordaba de aquellas noches en las cuales la almohada era cómplice de su desdicha, tan sólo ella comprendía aquellas madrugadas de lágrimas silenciosas y sollozos contenidos en los cuales se observaba una súplica de socorro. A menudo pensaba en el gran error cometido. Viejos errores del pasado que le habían llevado a una vida de desamor.

Al recordar todo ello, se enorgullecía de sí misma, al rememorar la fuerza con la que había tomado la determinación de encontrar una salida, de terminar con aquella vida sin sentido, de aquel letargo existencial. Ahora se encontraba de pié en la ventana. La suave brisa nocturna penetraba en la alcoba acariciándole el pelo. Anda, ven a la cama, le susurra su pareja, ¿no ves que se hace tarde? Le mira, sin duda, él le ha proporcionado el amparo que necesitaba, ese sentimiento de protección y ternura del que había carecido anteriormente. Él le había ayudado a erguirse, le proporcionaba el refuerzo en el que aferrarse y asirse de nuevo a la vida.

Su cara alumbra una amplia sonrisa, cierra la ventana y se dirige a la cama, sin lugar a dudas, la almohada no volverá a ser nunca más cómplice de su tristeza.