Se encontraba de pie. Apoyaba su
cabeza en el alfeizar de la ventana. La ventana estaba abierta de par en par.
Era una noche cálida de verano. La humedad vaporosa de la noche de agosto le
escupía en la cara. Apenas podía divisar nada, tan solo aquella oscuridad
luminosa bendecida por la claridad que desprendía la luna. La tristeza se
reflejaba en su rostro, víctima de añoranzas de tiempos pretéritos, donde la
rutina y hastío se habían apoderado de su vida. Tiempos en los cuales sentía
cómo su vida de dirigía sin remedio hacia un abismo al que nadie podía acudir
en su ayuda.
A su mente regresaban las
advertencias de su madre, que en tantas ocasiones le había servido de guía en
su corta vida plagada de inseguridades: “Niña,
ese hombre no te compensa”, pero ya se sabe, cuando una es joven y le
despiertan los dormidos escondidos debajo de la falda del vestido, una confunde
el ajetreo cotidiano del vaivén masculino jadeando en la parte lateral del
oído, con algo que nada tiene que ver, y que de manera irremediable se confunde
con otra cosa, con el amor.
Se acordaba de aquellas noches en
las cuales la almohada era cómplice de su desdicha, tan sólo ella comprendía
aquellas madrugadas de lágrimas silenciosas y sollozos contenidos en los cuales
se observaba una súplica de socorro. A menudo pensaba en el gran error
cometido. Viejos errores del pasado que le habían llevado a una vida de
desamor.
Al recordar todo ello, se
enorgullecía de sí misma, al rememorar la fuerza con la que había tomado la
determinación de encontrar una salida, de terminar con aquella vida sin
sentido, de aquel letargo existencial. Ahora se encontraba de pié en la
ventana. La suave brisa nocturna penetraba en la alcoba acariciándole el pelo.
Anda, ven a la cama, le susurra su pareja, ¿no ves que se hace tarde? Le mira,
sin duda, él le ha proporcionado el amparo que necesitaba, ese sentimiento de
protección y ternura del que había carecido anteriormente. Él le había ayudado
a erguirse, le proporcionaba el refuerzo en el que aferrarse y asirse de nuevo
a la vida.
Su cara alumbra una amplia
sonrisa, cierra la ventana y se dirige a la cama, sin lugar a dudas, la
almohada no volverá a ser nunca más cómplice de su tristeza.
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