José
Lamela era un hombre solitario. Tenía sesenta y ocho años, pero debido a su
aspecto descuidado y poco aseado aparentaba una edad mayor. A pesar de todo,
debido a su carácter afable y amistoso, los vecinos le tenían en gran estima.
Como cada día, a primera hora de la mañana, se dirigía a casa de doña Consuelo
donde realizaba labores de jardinero. Desde que se había jubilado, las labores
de jardinero constituían su única fuente de ingresos aparte de su escasa
pensión.
Doña
Consuelo poseía una vivienda de planta baja enclavada en medio de una enorme
finca. La finca estaba poblada de las más variadas clases de árboles y arbustos
así como de numerosos géneros diferentes de plantas. Todo ello, necesitaba de
cuidado y atención. Mientras vivía su marido, era éste el que se encargaba de
las labores de floricultura, pero desde su fallecimiento, el cuidado del jardín
se había abandonado. Por ello, había decidido contar con los servicios de José.
Aquel
era un día soleado de lunes. Las tareas de jardinería le otorgaban a José un
momento de paz y tranquilidad. A la vez, le proporcionaba el ejercicio físico
necesario para desoxidar sus huesos ya fatigados y castigados por los años. Pasaba
ya del mediodía cuando terminó su tarea. Guardó los aperos y se encaminó hacia
su casa. Apenas había caminado unos metros cuando pasó por delante de una nave
en la que solían trabajar unos jóvenes del pueblo. Era habitual verlos allí
todas las tardes entregados a sus labores de mecánica, reparando un viejo coche
con el que solían participar en carreras de rally que se organizaban en las
comarcas limítrofes.
El
recinto medía unos treinta metros de largo por cinco de ancho. La puerta de
entrada la conformaba un enorme portal de corredera. Le llamó la atención
que estuviese entreabierto. Como era
habitual que los muchachos se encontraran por la tarde en el lugar, ver el
portón sin cerrar a aquella hora de la mañana le llamó seriamente la atención.
Ante tal circunstancia, decidió acercarse a echar un vistazo.
Para
llegar a la entrada había que recorrer una pequeña pendiente. Una vez caminado
el repecho, José se detuvo a tomar aliento y masajear sus doloridos músculos.
Se situó delante de la puerta y agarrando el asa de ésta, la desplazó hacia su
derecha de forma que le permitiera el hueco necesario para poder acceder al
interior. Estaba a oscuras, apenas se veía nada. Un fuerte hedor le impregnó.
Era una pestilencia como a podredumbre, putrefacción o descomposición. Con la mano derecha buscó
en la pared un interruptor con el que poder accionar la luz. Después de palpar
a tientas logró encontrarlo. Tres barras luminosas parpadearon repetidas veces
hasta que lograron encenderse por completo dotando de visibilidad a lo que
antes era un tenebroso taller.
-¡Hola!
¿Hay alguien? –preguntó.
Su
voz resonó en el interior sin que nadie respondiese a su pregunta. Realizó un
repaso visual al lugar. En el centro de la nave se encontraba un viejo Seat
Panda pintado de un llamativo color amarillo. Como ornamentación constaba de numerosos
adhesivos de establecimientos comerciales que se le hacían vagamente
familiares. Las paredes estaban pintadas de blanco. De las mismas pendían unos
paneles metálicos de los que colgaban de forma alineada numerosas y diversas
herramientas. Justo debajo de los paneles, dos bidones azules permanecían
inmóviles, vigilantes. Contenían restos de aceite usado. Le sorprendió lo bien
que estaba colocado todo. Al fondo del taller, a mano derecha, había un pequeño
cubículo cerrado. Se trataba de un reducido set metálico de forma cuadrangular
que se destinaba como oficina. Constaba de un amplio ventanal. Unas persianas
de papel impedían ver el interior. Sin
más dilación se dirigió hasta allí. A medida que avanzaba por el taller,
el hedor se hacía más persistente e inaguantable. Intentó abrir la puerta. Algo
impedía que ésta se desplazara hacia adentro. Algún objeto pesado. Vaciló un
instante y empujó con más fuerza de forma decidida. La puerta cedió y se abrió
completamente. Lo que observó le dejó aterrado. En el interior de la oficina se
encontraba el cuerpo inerte de un hombre tendido sobre un enorme charco de
sangre. El fiambre, vestido con un elegante traje azul marino se encontraba con
la cabeza totalmente irreconocible, así mismo, reposaba a su lado, en el suelo,
lo que parecía ser una lengua. José salió despavorido del lugar sin mirar
atrás.
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