Todavía recuerdo la
primera vez que la conocí. Había sido contratado por el Hospital Psiquiátrico
del Valle Oscuro, enclavado en una aislada aldea de la provincia de Pontevedra,
para la atención única y exclusivamente de Rosa, que había ingresado en el centro
hacía alrededor de un año, y desde ese día no había pronunciado ni una sola
palabra. Mi cometido consistía en ayudarla a sobreponerse de los síntomas que le afligían y liberarle de los bloqueos y asuntos inconclusos que disminuían
su autorrealización y crecimiento.
Estaba alojada en una
celda de acolchadas paredes que por todo mobiliario contaba con una cama. La vi
sentada en el suelo. No tendría más de treinta años. En sus ojos me pareció
percibir una mirada de auxilio. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, y
cada cierto tiempo giraba su cuerpo aterrada mirando a su espalda creyendo notar
una presencia extraña.
Tras seis meses, la
terapia estaba dando sus frutos. Rosa debía aprender a hacerse más consciente
de lo que sentía y hacía. De este modo, fue desarrollando su habilidad para
experimentar el aquí y ahora sin interferencias del pasado. Cada mañana me
dirigía a su celda y la trasladaba al jardín, me sentaba a su lado e intentaba
charlar con ella. Cierto día tuve que ausentarme al estar convaleciente de una
gripe. Al día siguiente, como de costumbre, la llevé al jardín. Me senté a su
lado y comencé a ojear un libro. De repente, ella se dirigió a mí y me dijo: -
Ayer no has venido. – Me quedé atónito. Desde aquel momento los encuentros con
Rosa contaron con conversaciones cada vez más largas y fluidas. Un día al
sentarnos ambos en el jardín, Rosa me entregó un sobre.
Extrañado
lo abrí con curiosidad. Tenía el membrete del Hospital. En su interior había
unos folios escritos a mano. Comencé a leer. Era una carta escrita por Rosa. En
ella relataba creer haber despertado al Urco. Narraba que un día haciendo
senderismo se adentró en una cueva situada en un acantilado de la Costa de la
Vela. Al entrar un hedor a podredumbre inundó el ambiente. Siguió caminando y
llegó a lo que parecía un pozo. Tiró una piedra al hueco esperando que ésta
llegara al final para indicarle de forma aproximada la profundidad del mismo. Aguardó.
No escuchó nada. Se asomó a la cavidad y lo que observó fueron unos brillantes ojos
en la oscuridad. Desde ese momento había percibido una presencia misteriosa que
la acompañaba constantemente, y esa fetidez. Siempre ese olor nauseabundo.
Desde que había llegado al Hospital ya no la sentía.
Me
quedé desconcertado, había oído hablar del Urco, pero pensaba que eran cuentos
para asustar a los niños. La mitología contaba que era un monstruo con forma de
perro negro, terrorífico, con cuernos y orejas enormes que arrastraba grandes
cadenas. Salía del océano aullando furiosamente por la noche. Allá donde iba traía
la desgracia, portador de malos presagios, muerte y enfermedades repentinas y
extrañas.
Intrigado
por el relato, al día siguiente decidí acudir a la Costa de la Vela para
confirmar el origen de su delirio. Salí
del Hospital, siempre envuelto por una densa bruma. En apenas una hora llegué a
los acantilados. Estacioné el vehículo, introduje una linterna y la carta de
Rosa en el bolsillo del abrigo y me dispuse a encontrar la cueva. Llovía
profusamente. Una espesa niebla cubría la costa otorgándole un aspecto
espectral. Trascurrieron horas hasta que di con el acceso a la gruta. Accedí a
su interior. Un hedor a putrefacción me llegó hasta las entrañas. Me adentré
más. A cada paso que daba el olor era más penetrante. Encendí la linterna. Di
unos pasos más y llegué a lo que parecía el pozo que Rosa había descrito.
Parecía muy hondo. Con la linterna intenté comprobar su profundidad. Enfoqué la
cavidad. Dos enormes ojos incandescentes me observaron desde el abismo. Aterrado,
huí del lugar. Al hacerlo, sin percatarme, la carta que llevaba en el bolsillo
del abrigo se perdió en la negrura del terrorífico e insondable pozo.
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