16 de diciembre de 2015

El paseo de Balbino



Balbino era profesor de la escuela de Escairón. Hacía nueve años que se había casado con Elvira, la mujer más hermosa de todo el Ayuntamiento de O Saviñao, lo que había despertado enorme resentimiento y envidia en los múltiples pretendientes que por aquel entonces tenía la bella Elvira, uno de ellos Severino Losada, hijo del Alcalde.

Transcurría el mes de septiembre de 1936. Balbino se encontraba comiendo con su mujer y su hijo de tres años Moncho, en su casa de Escairón cuando de pronto unos golpes en la puerta trastocaron la tranquilidad del hogar. Los impactos en la puerta eran fuertes y sordos. “Abrid la puerta” gritaban. Los porrazos en la puerta se sucedían. Los vecinos de las casas colindantes se asomaban a las ventanas de sus casas para ver qué sucedía. Balbino se levantó y abrió la puerta. Tras ella se encontró con  una cuadrilla de cuatro hombres. De sus hombros colgaban escopetas de caza. De los hombres que conformaban la brigada sólo un rostro le resultó familiar. Era el de Severino Losada. “Buenas noches Balbino venimos a dar contigo un paseo” dijo emitiendo una sonora carcajada.

En ese instante Elvira comenzó a gritar y a llorar desconsoladamente abrazando a su marido con fuerza negando una y otra vez “no, no, no”. Moncho no entendía nada, miraba a su madre desconcertado ¿que podía tener de malo que Severino quisiera dar un paseo con su padre?

Un miembro de la brigada se adelantó para atarlo con una soga. Balbino se revolvió procurando que no lo prendiesen. Elvira soltaba puñetazos y patadas intentando lo mismo mientras las lágrimas le resbalaban por sus mejillas. Su mirada era fiel espejo de la rabia y la impotencia. El pequeño Moncho también comenzó a llorar. De pronto Severino infligió una enorme bofetada a la mujer que la hizo caer. Al mismo tiempo, atizó a Balbino en la cabeza con la culata de la escopeta. Éste cayó inconsciente. Lo ataron de pies y manos y asieron una soga a un caballo que traían consigo. La cuadrilla se fue del lugar con apariencia triunfal arrastrando a Balbino por el suelo del empedrado de Escairón a la vista de todos los vecinos. Lo llevaron arrastras hasta el bosque de Abuime. Lo arrojaron al abrigo del dolmen. Continuaba atado de pies y manos. Cogieron agua de la pila de los moros situada en el lateral de éste y lo despertaron. Balbino tenía la piel llena de arañazos, sangraba profusamente por la herida que le había provocado el impacto de la culata y le dolía enormemente la cabeza. Con un grito Severino ordenó a los demás que los dejaran solos. Éstos obedecieron, cogieron sus escopetas y el caballo y abandonaron el lugar.

Después de tantos años por fin llevaría a cabo su venganza ¿Cómo era posible que Elvira hubiera escogido e ese profesor del tres al cuarto, y no a él, al hijo del alcalde, rico y con tierras? No lograba entenderlo. Severino cegado por el odio y una rabia infinita le propinó un puñetazo en la cara. Le siguió una patada en el estómago y luego otra en la cabeza. Balbino se estremecía con cada golpe y temía al siguiente. Era consciente de su debilidad, no podía de protegerse tal y como estaba atado, lo único que podía hacer era cerrar los ojos y dejar que la paliza siguiera su curso.

Severino esperó a que Balbino cogiera algo de aire y le introdujo la cabeza en la pila. Balbino intentaba zafarse pero Severino lo sujetaba con fuerza.  El agua le penetraba por la boca y la nariz. Agitaba afanosamente la cabeza pero lo único que lograba era que aquel animal le hundiese la cabeza con más fuerza aumentando aún más la sensación de ahogo. Severino cesó, le levantó la cabeza. Balbino expulsó toda el agua que tenía dentro, boqueaba procurando obtener algo de oxígeno. La maniobra se repitió una y otra vez. Balbino no sabía cuánto tempo duraba ya su tormento, lo único que podía percibir era que se le escapaba la vida y era incapaz de retenerla. La agonía parecía eterna y en un momento ya sin fuerzas, dejó de luchar.

Tras varios días de búsqueda, encontraron a Balbino. Yacía en la cuneta de un camino víctima de la injusticia y el sinsentido, de la barbarie en su grado más superlativo, así como de la conveniencia de la situación de un país fracturado por los ideales políticos.

13 de noviembre de 2015

El lápiz mágico



Guillermo, curioseaba por una feria de artículos usados. Observando los objetos, hubo uno que le llamó notablemente la atención. Era un lápiz, estaba intacto, como si nunca hubiese tenido uso. El vendedor al percibir su interés, le informó que era una pieza única, un lapicero que había pertenecido al atormentado poeta francés Jacques Rigaut. Venía acompañado de un manuscrito. Intrigado, lo compró. De camino a casa se detuvo en una cafetería, pidió un café y se dispuso a leer el manuscrito. Al abrirlo, una hoja se deslizó sobre la mesa. La cogió, y atraído por la misma comenzó a leerla. Decía lo siguiente:

Lo que a continuación paso a relatarles, ha sido uno de los episodios más espantosos de mi vida, consiguiendo ello destruirme y hacerme perder mis facultades mentales. Como diría Edgar Allan Poe, “no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño”.

Rondaba el año 1970. Yo era un novelista sin inspiración. Un escritor que había publicado una exitosa novela, la cual había recibido infinidad de premios, pero que nunca más había vuelto a escribir. Como por arte de magia, mi inspiración se había esfumado. Había intentado escribir, eso no lo voy a negar, pero todos mis intentos se convertían en fracasos y terminaban indefectiblemente en la papelera; hasta que un día adquirí en una vieja librería un lápiz que había pertenecido al poeta Jacques Rigaut. Convencido de que ese lápiz me ayudaría a conseguir la inspiración perdida, sin pensarlo dos veces, lo adquirí por cinco mil pesetas, un precio excesivo para aquella época, pero, ¡qué más daba si con ello conseguía volver a escribir! ¿Acaso volver a ser un escritor de éxito tenía precio?

Me encerré en mi estudio, encendí la chimenea y a la calidez del fuego, me dispuse a escribir. En cuanto el lápiz tocó uno de los folios, como llovida del cielo, la inspiración regresó a mí y comencé a redactar como nunca antes lo había hecho. Escribía compulsivamente hojas y hojas sin descanso, éstas se amontonaban en mi mesa. No podía parar, apenas dormía ni comía. Sólo escribía y escribía, sin saber muy bien qué plasmaba en el papel. Así pasaron los días, las semanas, los meses... Redactando sin cesar, pero el lápiz no se desgastaba nunca. Desde que lo había adquirido, nunca había tenido que afilarlo. Con el transcurrir del tiempo, mi aspecto era demudado, estaba pálido y había adelgazado enormemente. Mis ojos parecían incrustados en unas insondables cavidades oculares. Mis fuerzas me abandonaban. Aún así, no cesaba de escribir. Mis dedos sangraban, tenía llagas en las manos, pero no podía detenerme. Era como si una fuerza superior me obligara a seguir plasmando palabras en aquellas malditas hojas. Sólo había un culpable, y no era otro que ese maldito lápiz. Cuando fui consciente de que aquello iba a terminar con mi vida, arrojé el lápiz al fuego de la chimenea. Liberado, esa noche dormí plácidamente.

Al día siguiente, me dirigí al estudio. Lo que vi en el escritorio me dejó petrificado, allí estaba de nuevo el lápiz, intacto. ¡No podía creerme lo que estaba viendo! ¿Cómo podía ser? Colérico, afilé el lápiz por completo, recogí las virutas que había dejado, prendí la chimenea y las arrojé a las llamas. Ahora sí, ¡por fin me había liberado de él! Cómodamente me dispuse a leer mi manuscrito. Versaba sobre diferentes maneras de quitarse la vida. ¿Cómo era posible que hubiese escrito algo tan espantoso? Dejé las hojas sobre la mesa, y ... ¡de nuevo el lápiz se encontraba allí! Me iba a volver loco. Enajenado, lo arrojé por la ventana acompañado de un grito de desesperación, pero una ráfaga de viento lo devolvió al interior. Jamás podría liberarme de él. Resignado, investigué la vida de Jacques Rigaut. Al parecer, se vio en vida incapaz de llevar a cabo sus proyectos literarios. Estando en una clínica de desintoxicación, se vistió completamente, se tendió en la cama, se rodeó de almohadones para que el impacto no le hiciera perder la postura y se disparó en el corazón. En el bolsillo de la americana encontraron un lápiz sin estrenar. Me eché a reír sonoramente. Había perdido el poco juicio que me quedaba. Ese maldito lápiz buscaba nuevas víctimas para llevarles al suicido. Sumido en la locura, me vestí con mi mejor traje, me coloqué entre almohadones en el sofá y decidí terminar con aquella pesadilla”.

Cuando Guillermo terminó de leer la hoja, miró el lápiz, el pánico se percibía en su cara.

9 de octubre de 2015

Reencuentro



Habían transcurrido varios días desde aquella relevante noche de agosto. Su cabello pardo, sus ojos almendrados y su delicioso cuerpo acudían inconscientemente a mi memoria sacudiendo mi mente como un torbellino de evocadores recuerdos. Los días transcurrían lentos y graduales con un avance cansino y fatigoso como la caminata de un anciano en un día soleado. Revoloteaba en mi mente una y otra vez la incertidumbre de si algún día nos volveríamos a encontrar. Anhelaba volver a verla de nuevo, vislumbrar otra vez su entrañable sonrisa, volver a escuchar nuevamente aquella voz alegre y vivaracha.

 Los últimos días de agosto daban paso, perezosos, a los primeros días de septiembre. En aquel mes estival, había decidido dedicar una mayor atención y  esmero a mi imagen personal. Así, me dispuse dedicar todas las tardes un instante para la realización de footing corriendo por la Alameda compostelana. Sin duda, ella y su recuerdo me habían sacudido la pereza definitivamente y me había motivado más que nunca para salir a correr todas las tardes.  Vuelta tras vuelta a la arboleda plagada de robles, álamos y demás especies arbóreas, en mis pensamientos se arremolinaba su imagen, su risa, esa calidez que la hacía tan deseable. Trotaba afanosamente. Mientras, los árboles ocultos tras su frondosidad verdosa, me observaban reservados y silenciosos.

Debido a mi profesión, en esa temporada yo me encontraba tramitándole un asunto legal a una prima mía. La pobre trabajaba como dependienta en una tienda. Ésta entró en concurso de acreedores, dejando a mi prima con cuatro meses sin percibir su remuneración mensual. Ante esta situación me encargó que me personara en el concurso de acreedores a los efectos de comunicar los créditos a la empresa concursada y así poder cobrar la deuda que esta mantenía con ella en su momento.

Continuaba el transcurrir de las jornadas con una calma plomiza. En mi mente no existía otro pensamiento que no fuera el de ella. En mis momentos en los que salía a realizar ejercicio, ahí permanecía en mi memoria, incesante y persistentemente con los árboles como testigos. El avance de los días se sucedía y se presentó el día ocho de septiembre de dos mil trece.

En esa fecha se celebraba la fiesta de Nuestra Señora de los Milagros en mi parroquia. Ese día, había acordado tomar con mi prima un refrigerio por la tarde, a los efectos de intentar solventarle unas dudas que le asaltaban, así como transmitirle unas dosis de tranquilidad ante la situación de nerviosismo e incertidumbre en la que se encontraba viviendo. Tras comer con la familia, concertamos nuestra cita a las siete de la tarde en una plácida y apacible cafetería del pueblo.

Puntual a mi cita, a las siete de la tarde me adentré en la cafetería. Observé a mi prima, se encontraba sentada en una mesa cercana a la puerta. Le acompañaba su novio. Otra persona más se encontraba acompañándoles en la mesa. Apenas pude distinguir quién era, la claridad que se filtraba por la ventana velaba su rostro haciéndolo imperceptible a mis ojos. Al acercarme para saludarles, pude apreciar de nuevo aquellas facciones perfectas y simétricas, aquel cabello pardo y esos ojos almendrados con motas verdosas por los que tanto suspiraba y tanto había anhelado volver a contemplar. Sentada en la mesa con mi prima y su novio se encontraba la mujer más fascinante que había visto nunca. Era ella.

Debido a la sensación de estupor, sorpresa y estupefacción, que sentí en ese momento, mi memoria no es capaz de recordar si tan sólo la saludé con un hola o si le di dos besos a modo de saludo. Lo único que tengo claro es la cara de idiota con la que la observaba admirado. Me senté a la mesa en una de las sillas desocupadas que la rodeaba. Una agradable brisa se filtraba por el ventanal abierto, confiriendo una sensación de frescura en aquel cálido día de septiembre. Al momento acudió el camarero a tomar nota de mi pedido. ¿Qué va a ser? – Me preguntó. Apenas pude articular palabra alguna. Una amalgama de sentimientos se concentraba en mi interior. Nervios, asombro, sorpresa, júbilo y euforia, convergían desembocando todo ello en una estupefacción tal que apenas era capaz de mantener la compostura. Allí se encontraba ella, frente a mí. Sin duda, el destino me había echado un cable, y yo estaba dispuesto a tomarlo y asirlo con todas mis fuerzas.

Tras indicarle al camarero mi pedido, me dispuse a solventarle las dudas a mi prima. Mientras, ella departía con el novio de mi prima. Apenas atendía a lo que mi familiar me comentaba, mi atención y toda mi concentración se centraba en ella. Mis ojos estaban posados en su imagen. Un rostro tan bello, hermoso y delicado que invitaba a mirarla una y otra vez.  Contemplaba como sonreía, como gesticulaba coqueta al hablar, lo observaba todo sin perder detalle. Cuando terminé de dialogar con mi prima, los cuatro nos centramos en una amena conversación. Yo la miraba furtivamente. Cuando nuestras miradas coincidían notaba como mis mejillas ardían azorado, y apenas era capaz de sostenerle la mirada cuan adolescente con granos en la cara.

Así transcurrieron las horas y el atardecer dio paso a la noche. Pasaban ya de las diez de la noche, era domingo, al día siguiente tocaba ir a trabajar y se estaba haciendo ya tarde. Nos erguimos de la mesa en la que nos encontrábamos sentados y nos dispusimos a hacer efectivas nuestras consumiciones. El cable que me había echado el destino no estaba dispuesto a soltarlo, y ante la posibilidad de que el destino se negara a mover de nuevo sus hilos, decidí actuar.

En aproximadamente veinte días, el día veintiocho había organizado una cena con motivo de la celebración de mi trigésimo cuarto cumpleaños. A ella había invitado a mis primos. Aprovechando la coyuntura, me dirigí a ella y, con voz firme y decidida la invité a la meritada cena. Pude percibir su cara de asombro ante tan improvisada e inesperada invitación. Se tomó unos segundos en contestar que para mí fueron eternos. Finalmente aceptó mi invitación respondiendo sonrientemente con un sonoro y escueto: - Vale.

Nos despedimos. Ahora la incerteza y mi preocupación ya no se centraba en si la volvería a ver algún día, sino si acudiría finalmente a mi cena de cumpleaños, pudiendo verla de nuevo. Aquella contestación, aquella concisa y directa respuesta me llenaba de optimismo, sin duda dejaba la puerta abierta para ello. No tenía alternativa. Tendría que aguardar pacientemente para saber que acontecería finalmente.

6 de octubre de 2015

El Urco



Todavía recuerdo la primera vez que la conocí. Había sido contratado por el Hospital Psiquiátrico del Valle Oscuro, enclavado en una aislada aldea de la provincia de Pontevedra, para la atención única y exclusivamente de Rosa, que había ingresado en el centro hacía alrededor de un año, y desde ese día no había pronunciado ni una sola palabra. Mi cometido consistía en ayudarla a sobreponerse de los síntomas que le afligían y liberarle de los bloqueos y asuntos inconclusos que disminuían su autorrealización y crecimiento.

Estaba alojada en una celda de acolchadas paredes que por todo mobiliario contaba con una cama. La vi sentada en el suelo. No tendría más de treinta años. En sus ojos me pareció percibir una mirada de auxilio. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, y cada cierto tiempo giraba su cuerpo aterrada mirando a su espalda creyendo notar una presencia extraña.

Tras seis meses, la terapia estaba dando sus frutos. Rosa debía aprender a hacerse más consciente de lo que sentía y hacía. De este modo, fue desarrollando su habilidad para experimentar el aquí y ahora sin interferencias del pasado. Cada mañana me dirigía a su celda y la trasladaba al jardín, me sentaba a su lado e intentaba charlar con ella. Cierto día tuve que ausentarme al estar convaleciente de una gripe. Al día siguiente, como de costumbre, la llevé al jardín. Me senté a su lado y comencé a ojear un libro. De repente, ella se dirigió a mí y me dijo: - Ayer no has venido. – Me quedé atónito. Desde aquel momento los encuentros con Rosa contaron con conversaciones cada vez más largas y fluidas. Un día al sentarnos ambos en el jardín, Rosa me entregó un sobre. 

Extrañado lo abrí con curiosidad. Tenía el membrete del Hospital. En su interior había unos folios escritos a mano. Comencé a leer. Era una carta escrita por Rosa. En ella relataba creer haber despertado al Urco. Narraba que un día haciendo senderismo se adentró en una cueva situada en un acantilado de la Costa de la Vela. Al entrar un hedor a podredumbre inundó el ambiente. Siguió caminando y llegó a lo que parecía un pozo. Tiró una piedra al hueco esperando que ésta llegara al final para indicarle de forma aproximada la profundidad del mismo. Aguardó. No escuchó nada. Se asomó a la cavidad y lo que observó fueron unos brillantes ojos en la oscuridad. Desde ese momento había percibido una presencia misteriosa que la acompañaba constantemente, y esa fetidez. Siempre ese olor nauseabundo. Desde que había llegado al Hospital ya no la sentía.

Me quedé desconcertado, había oído hablar del Urco, pero pensaba que eran cuentos para asustar a los niños. La mitología contaba que era un monstruo con forma de perro negro, terrorífico, con cuernos y orejas enormes que arrastraba grandes cadenas. Salía del océano aullando furiosamente por la noche. Allá donde iba traía la desgracia, portador de malos presagios, muerte y enfermedades repentinas y extrañas.

Intrigado por el relato, al día siguiente decidí acudir a la Costa de la Vela para confirmar el origen de su delirio.  Salí del Hospital, siempre envuelto por una densa bruma. En apenas una hora llegué a los acantilados. Estacioné el vehículo, introduje una linterna y la carta de Rosa en el bolsillo del abrigo y me dispuse a encontrar la cueva. Llovía profusamente. Una espesa niebla cubría la costa otorgándole un aspecto espectral. Trascurrieron horas hasta que di con el acceso a la gruta. Accedí a su interior. Un hedor a putrefacción me llegó hasta las entrañas. Me adentré más. A cada paso que daba el olor era más penetrante. Encendí la linterna. Di unos pasos más y llegué a lo que parecía el pozo que Rosa había descrito. Parecía muy hondo. Con la linterna intenté comprobar su profundidad. Enfoqué la cavidad. Dos enormes ojos incandescentes me observaron desde el abismo. Aterrado, huí del lugar. Al hacerlo, sin percatarme, la carta que llevaba en el bolsillo del abrigo se perdió en la negrura del terrorífico e insondable pozo.

Corrí todo lo deprisa que daban mis piernas, me subí al coche y fui directo al hospital. Entré corriendo. En la distancia escuchaba los gritos ahogados de los pacientes. Me dirigí a la celda de Rosa y abrí la puerta. Volví a percibir ese hedor a descomposición. Rosa ya no estaba. Sobre la cama reposaba un sobre con el membrete del Hospital. Lo abrí. El sobre estaba vacío.